Viajaba de «chamuyante» en la 229, esa línea «con los colores de Boca que ahora es la 29». Su padre era colectivero y Carlos Trillo, con sus pocos años, conocía a casi todos sus compañeros. En la misma época, cada martes por la tarde, con sus amigos, caminaban hasta la estación Bulnes del subte y, entre todos, le pagaban a uno el viaje de ida y vuelta hasta Tribunales para que comprara, unas horas antes de que llegara a todos los kioscos, el Hora Cero Semanal en que aparecía por entregas El Eternauta, de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López. En la escuela tenía que cuidar esas historietas. «Si una maestra te las veía, te las sacaba y rompía», cuenta, haciendo el gesto de quien rasga al medio un formulario viejo. 60 años después, Trillo es un guionista consagrado del noveno arte argentino, y seguramente uno de los más leídos del país, y no sólo del país. Decenas de miles leyeron día a día su El Loco Chávez, que dibujaba Horacio Altuna para la contratapa del diario Clarín. Miles disfrutaron la potencia simbólica de Las puertitas del Señor López, en Humor y con el mismo compañero. Y, ya fuera de las fronteras, su talento es reconocido, por ejemplo, en Francia, donde publica constantemente, y cada vez que viaja a Italia se reúne con un editor que le insiste para que escriba las nuevas historias de Tex, un personaje clásico de la península. «Pero yo le dije que eso no me sale, no entiendo a un cowboy que llega, salva a un pueblo, la chica le da un beso y él se sigue yendo por el camino polvoriento, ¿no le dan ganas de quedarse una semanita?», cuestiona. En Argentina el año pasado fue premiado por su trayectoria y elegido autor destacado del Festival Internacional Viñetas Sueltas.
-¿Cómo recuerda su infancia?
-Se estaba bien en esa época. Yo vivía en Bulnes y Paraguay, iba en tranvía al colegio Nacional Belgrano, que quedaba en Ecuador y Charcas. Eran tiempos más sencillos, más provincianos, los chicos éramos más agrestes, la escuela era pública y buena, casi no había colegios privados.
-¿Cómo era el Trillo estudiante?
-Muy aplicado no, pero era vivo para hablar. Si me dejaban, zafaba.
-¿Qué experiencias recuerda de la niñez?
-No sé si teníamos tantas experiencias, o si era que yo no las registraba, la verdad. Fui un chico muy lector, porque era miope y bizco, tenía un ojo como Sartre. Después me lo corrigieron, pero me quedó la visión muy disminuida de mi ojo izquierdo. Eso me condenaba a usar anteojos y por eso jugaba poco a la pelota. Porque, claro: los anteojos se rompían, y sin ellos no veía un carajo. Quizás eso me hizo lector. También iba mucho al cine, a esas salas de tres películas, los continuados. Éramos una banda de chicos, teníamos tres potreros, andábamos en bicicleta por la calle, que era empedrada. Parece una película de Dickens, ¿no?
-¿Y las historietas?
-Teníamos devoción por ellas, las intercambiábamos. La Patoruzito por la Rico Tipo, por ejemplo. Aunque se suponía que esa no la debían leer los niños porque estaban las curvas de las chicas que dibujaba Divito. No había desnudos ni inconveniencia, pero no eran recomendadas para los chicos. Yo siempre cuento algo: íbamos con los chicos caminando hasta la estación Bulnes del subte, en Palermo, y pagábamos entre todos el viaje a Tribunales de uno, que como era el centro, las revistas del miércoles llegaban el martes a la tarde. Entonces ese que iba traía los cinco o seis ejemplares de Hora Cero Semanal (donde salió serializado por primera vez El Eternauta) y lo leíamos la noche anterior. Ojo, no era mi única lectura. También leía muchísimo la colección de libros Robin Hood, esa amarilla, que en la época era la que estaba en la librería de la esquina.
-¿Cómo eran las revistas para chicos de esa época?
-Eran muy aburridas. Hoy son menos formales, pero aquellas tenían esas historias de San Martín con textos descomunales abajo, como si fueran historieta. Eran imposibles de leer. Editorial Atlántida tenía el Billiken, que era un plomazo. Yo era adicto a las revistas de Editorial Abril, que tenía colecciones muy bonitas, con autores italianos y otras cosas más interesantes. No tenían contenido didáctico pero estaban muy bien hechas. Eran como el Séptimo de Caballería que venía a rescatarte del tedio.
-¿Qué le quedó de esas lecturas?
-¿Sabés que yo me casé con mi mujer porque se sabe de memoria el primer capítulo de Los Tigres de la Malasia, de Emilio Salgari? La conocí en una fiesta y no sé cómo llegamos al tema, hablábamos de qué leíamos de chicos. Y me dice eso, me recitó el capítulo y yo me dije «quiero levantarme a esta mina hoy». Bueno, hace cuarenta años que estamos juntos. Cada tanto me recita el capítulo y evitamos separaciones y tormentas.
-De las lecturas de niñez, dos lo influyeron notablemente, Carl Barks y Héctor Germán Oesterheld, ¿verdad?
-Entre las revistas que leía estaban las historietas de Disney. Ahí lo que más me gustaba era el Pato Donald, donde pasaba una cosa muy extraña. Nosotros no entendíamos bien qué, porque todo venía firmado por Walt Disney, pero uno se preguntaba cómo podía ser que el mismo tipo hiciera cosas tan pavotas como esta y otras tan bellas como esta otra. Bueno, había un tipo que era «el bueno»: ese era Carl Barks. Yo tardé 30 años en darme cuenta de su existencia. En los 50 no se sabía y acá no llegaba información. Me acuerdo que a fines de los 70, comienzos de los 80, vi en Francia un álbum del tipo. Un libro grande. Lo vi y dije «¡pero este era el bueno!». Con el tiempo compré muchas cosas de él en otros idiomas, porque en Argentina nunca se le publicó nada, lamentablemente. A Barks lo llegué a conocer en un festival, y los «disneyianos» iban a hacerle reverencias como si fuera Buda. Era raro, porque había sido un oscuro empleado de la Disney que, casualmente, se dedicaba a hacer los patos, que inventó al Tío Rico (probablemente el mejor personaje) y armó el universo de los patos, que era el más interesante. Porque Disney siempre quiso imponer a Mickey Mouse, que era como su John Wayne, y jamás lo consiguió, por suerte. En la heladera todavía lo debe estar lamentando.
-¿Y Oesterheld?
-Él nos metió en el mundo de la aventura más interesante. Primero, con él no había héroes solitarios que le daban un beso a la chica y se iban. Cosa que uno no entendía. ¿Por qué se va? Llegaba a un pueblo, lo salvaba de los villanos, la chica le daba un beso, le parecía maravillosa, pero se iba, ¿y por qué? ¿Por qué no se quedaba, armaba una familia, se quedaba a vivir con la chica que le gustaba? O por lo menos te pasabas una semanita. Nada: se iba. El gran héroe del cómic italiano, Tex, es un cowboy y es eso. El tipo que se va eternamente por su camino polvoriento. Vende cientos de miles y siempre con la fórmula inalterable. Ni siquiera tiene universos bizarros como en los superhéroes norteamericanos. En 50 años habrán salido como 7.000 aventuras. En un solo capítulo conoció a una india, se enamoró, se casó, tuvo un hijo y la mataron. Después siguió siendo el hombre solitario para siempre.
-¿Por qué pasa eso?
-Es raro ese empecinamiento por no aburguesar a tu héroe. La serialización tiene sus normas, que son inevitables si querés durar 50 años. Conozco al editor de Tex, Sergio Bonelli, un tipo bárbaro que siempre me invita a cenar cuando voy a Milán. Siempre le pregunto, y me dice que, si lo cambia, se muere. Me ofreció hacer alguna historia, pero le dije que no, porque no me iba a salir, es demasiado serio todo lo que le pasa. No tiene un solo escape hacia el humor, la parodia, nunca le duele la cintura, qué sé yo. Es como un monolito que avanza, hace justicia y se va. Quizás la fórmula del éxito ahí sea la repetición, como en los viejos programas de televisión. No sé cómo funciona, pero la repetición seguro es eficaz, y uno piensa y labura menos, también.
-Usted rompe con los estereotipos. Sus historias las protagonizan muchos antihéroes, y unos cuantos villanos. Algunos son tipos realmente deleznables.
-¿Y por qué no? Uno los pone menos porque es más difícil venderlos, pero sin embargo, Guastavino fue muy apreciado. Además de en Fierro, la publicamos en Francia y el editor nos pidió un prólogo sobre la última dictadura militar. Para nosotros el detalle no era tan importante, pero ellos querían un texto donde habláramos de la dictadura, los torturados, los desaparecidos, las monjas francesas. Incluso le cambiaron el nombre y le pusieron La herencia del coronel, porque la editorial ya tenía una línea que se llamaba «El Síndrome» y no querían llamar a confusión.
-Pero los puntos en contacto con el tema de la dictadura son claros.
-Sí, pero en realidad Elvio Guastavino podría haber sido hijo, no de un torturador, sino de un padre hijo de puta solamente. Uno de esos fundamentalistas de algo, como la religión, que torturan a sus hijos y los convierten en monstruos.
-¿Jamás le trajo problemas trabajar con estos personajes?
-No. Si uno pone lo que dice el general Videla, no es que piense eso. El registro de los personajes es muy grande, como lo que la gente piensa y dice. Ese espectro amplio hace que no necesariamente vos compartas lo que están diciendo. Si no, por ejemplo, en El síndrome Guastavino, nos hubieran dicho que pensábamos como él. Y creo que es evidente que no es así. Si a vos como lector un personaje te da asco, es porque al autor algo de asco también le dará. No podés mezclar las opiniones del autor con las del personaje, aunque hay quien lo hace.
-Uno de sus personajes más populares, Clara de Noche, que aparece en Página/12, es prostituta, ¿tampoco le trajo conflictos con las organizaciones de mujeres?
-Al contrario, en Italia es el estandarte de las convenciones de las feministas. Hasta nos pidieron permiso para usarla, la ven como una mujer que trabaja para mantener a su hijo y eso les parecía ejemplar. Hasta había banderines con su dibujo en las convenciones. Verlo fue una cosa muy rara, pero linda. Acá hubo un tipo que nos acusó de racismo, porque una compañera de Clara tenía una hija negra, pero creo que lo sacaron corriendo del juzgado.
-Entre los dibujantes de las nuevas generaciones, ¿a quiénes destaca?
-Bueno, no sé si los conozco a todos. Pero (Diego) Agrimbau, me parece bárbaro. La mujer, Laura (Vázquez Hutnik) también me parece muy buena y lo que hizo en Fierro con Alejandra Lunik me gustó mucho. Las cosas de (Lucas) Varela son preciosas. Es un guionista notable, aunque él sufre mucho escribiendo, dice que no le sale. Mentira. Tiene que animarse a hacer el ridículo. Otro que escribe muy bien, y que en cualquier momento lo perderé, es Pablo Túnica. Ahora está haciendo para Fierro una serie en la que él hace los guiones y el hermano los dibuja. Es muy linda de ver y está muy bien escrita. Porque a él le interesa la escritura.
-¿Ese interés diferencia a sus generaciones?
-Nosotros tenemos una generación de guionistas de historieta que en su mayoría sólo habían leído historieta en su vida. No todos, claro, no Oesterheld, pero muchos. Como sólo se ponen los globos, lo que dicen los personajes, les daba la impresión que no tenían que saber de literatura, de estructuras narrativas. Tenés que saber esas cosas, porque de última estás trabajando con las palabras. Está bien que la imagen ocupa un espacio y hay que escribir menos. Pero la trama, el desarrollo, cómo habla cada personaje, eso lo tenés que tener en cuenta. En una época en que había muchas revistas acá había cosas muy mal escritas. En cambio, (Guillermo) Saccomano escribía muy bien. Pero bueno, él escribe muy bien. Cuando dijo «no quiero hacer más historietas» y se dedicó a la literatura lo hizo bien. (Juan) Sasturain escribe bien. Agrimbau escribe bien. Pero él es dramaturgo, es un tipo interesado por el mundo de la escritura. La dramaturgia parece una buena educación, ¿no? Porque sobre dramaturgia hay mucha literatura. El teatro tiene mucho texto educativo, para aprender. De historieta hay muy poco.
-Más allá de la historieta, ¿qué lee? ¿Qué otras disciplinas artísticas le interesan?
-Yo miro y leo de todo. Soy un picoteador de la cultura. Veo mucho cine. Voy mucho al teatro. Música escucho menos, pero porque me molesta al escribir. En general los dibujantes escuchan mucha música mientras dibujan, pero a mí me molesta para trabajar. Entonces tengo mucho menos tiempo y estoy un poco atrasado. El teatro me gusta mucho. El teatro raro, sobre todo. No las cosas de la calle Corrientes, que en general trato de esquivarlas. Disfruto mucho las cosas que no sé hacer. Esas de Federico León, por ejemplo. Obras extrañas llenas de una simbología inabordable. Cosas notables. Que alguien pueda pensar así me gusta.
-¿Sale de la función con ganas de hacer algo similar?
-No, porque no me sale. Yo no me manejo con intenciones. No digo «voy a hacer un alegato contra los dictadores» Ahora, pensar raro y que la gente diga disparates de lo que uno escribió está bárbaro. Porque de algún modo todos decimos disparates, todos tenemos un pensamiento mágico y cosas que se van de la lógica.
-¿Qué está leyendo en este momento?
-Soy un lector bastante omnívoro. Recién terminé de leer una especie de ensayo sobre el trabajo precario de los jóvenes, de Laura Merani. Ella hizo el trabajo de campo: se empleó en McDonalds, vendió teléfonos por la calle… y cuenta cómo es esa vida, sus compañeros. Notable la cabeza de esa chica, una argentina muy joven que ahora sacó una novela, que también voy a leer. Lo que me volvió loco últimamente es la trilogía de policiales Milennium, de Steve Larsson. Me la recomendó mi librera de confianza, que me conoce hace años. Yo había leído que el tipo se había muerto y que nunca supo de su fama, que su mujer quedó en la ruina porque no pudo cobrar los derechos… y pensé que era un invento del marketing. No quería leer esas 800 páginas. Y mi librera me dijo: «Dejalo, si no te lo comprás te lo voy a tener que regalar». Me fascinó y ahora lo divulgo. No sé si es un gran libro. Es una novela policial construida con mucha gracia. Pero de alguna manera, que vos digas «¿qué hago? ¿Voy a comer o sigo leyendo?» es porque hay algo que sale bárbaro. ¡Qué secreto que debe haber para quien descubre esa magia, de crear una línea entre vos y el lector y agarrarlo del cogote y no soltarlo!
Originalmente publicado en el sitio Acción Digital en 2009.
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