jueves, 30 de agosto de 2012

¿VAMOS DE LIBRERIAS?, por Pablo Túnica

Trabajar con Carlos Trillo claramente es algo inolvidable. Y si a esto le sumamos una amistad ya es una locura. Pero sucedió. Pienso que la amistad es algo que se percibe, es decir: admite la inutilidad y la irresponsabilidad, por eso uno no la pone a prueba, no la tiene que explicar. Pero hay excusas para que aflore y aparezcan la conversación, la intimidad, la joda, que en realidad son manifestaciones del afecto.  Nuestra excusa siempre fueron los libros.
En general nos encontrábamos a comer en el barrio de Belgrano con Lucas Varela, a veces se pasaba Andrés Accorsi, a veces Gustavo Sala, y teníamos tres o cuatro restaurantes para ir. Uno que le encantaba a Carlos es el que está al lado de la iglesia redonda de Juramento y Vuelta de Obligado. Muchas veces nos sentamos afuera a tomar café a la tarde, después de comprar libros, hasta que llegara la hora de un Campari con tónica, su favorito.
Después del almuerzo nos íbamos a caminar por Cabildo para mirar librerías. Él ya tenía estudiadísimas las que prefería: Cúspide por sobre Yenny, Librería Santa Fe por sobre Cúspide, las de usados (no las de saldos) por sobre todas las demás. Curiosamente esto siempre fue así, y digo curiosamente porque Carlos era un lector ávido de novedades, libros recién impresos y no particularmente usados. Pero le gustaba revisar.
Una vez que entrábamos al local elegido se iba para un lado, para el otro, con mucha serenidad. Me acuerdo de preguntarle por el más inhóspito escritor de la mesa de novedades y Carlos siempre sabía quién era. Estaba muy al tanto de lo último que apareciera tanto en la literatura como en las historietas.
El ritual, ya frente al muestrario de variedades, consistía en leer los títulos antes que los autores. Si el título generaba algo seguía la contratapa o la biografía del autor (muchas veces compraba libros sólo por un detalle que le podía servir para disparar o desarrollar una idea. Y compraba muchos más que el tiempo que tenía para leerlos).
A veces, desde otra mesa, yo escuchaba un chistido y era que Carlos había descubierto algo: “los caireles enharinados de la araña vienesa exhalaban su cochambre tremebunda”. La frase es de un libro de Aurora Venturini, no era nuevo entonces pero sí la edición y Carlos lo abrió al azar, por la mitad y se encontró con eso.
Le encantaba lo insólito aunque después al leer, la novela le resultara mediocre.
“Los peligros de fumar en la cama. ¿No es un lindo título, Túnica?” o “El arte de llorar a coro. Según parece hay niños y degeneraciones” y así con miles de libros; el que alguna vez pasó por el estudio de Trillo sabe perfectamente por qué digo miles: Niños Hippies, La casa de los conejos, La piel fría e inclusive el monstruoso best-seller compuesto por tres novelas: Millenium, armaban una pila tambaleante arriba de la mesa, “Estos no los leí todavía”.
Es que Carlos Trillo era el exponente perfecto del lector omnívoro. Seguía la línea de no tener una línea de lectura, creo que lo que más le gustaba era sorprenderse con un relato, era un adicto a las ideas. 
Siempre, al salir de la librería, Carlos tenía una bolsa con cuatro o cinco libros y yo uno. Esto me enojaba y le recriminaba que para qué tantos, que no iba a tener tiempo de leerlos y el me contestaba: “Porque puedo. Después no sé si voy a poder” y, aunque en el momento me agarraba bronca -porque eran libros caros- después me los prestaba y yo me vengaba quedándome alguno.“ No le presten libros a Túnica, se lleva tres y vuelven dos” advertía a posibles víctimas.
La pasábamos muy bien, charlando horas y horas, café tras café.
Hace rato que no voy de librerías -como decía Trillo cuando me invitaba por mail, la frase que le da título a esta brevísima memoria- pero siempre que me compro un libro nuevo, elijo un bar y lo saboreo primero: su tapa, su contratapa, las solapas si tiene. Y apenas empiezo a leer me doy cuenta de que falta algo y entonces llamo al mozo y, después del café, me pido un Campari con agua tónica.
 

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