Le decimos loco al tipo que no piensa como nosotros.
Y Varela no piensa como yo. Ni como casi nadie, me parece.
Es un raro, un caso en una de esas único, un autor inclasificable, historietista, diseñador gráfico e ilustrador dueño de un mundo personal hasta lo imposible.
Porque, la verdad, a casi todos los que están en el mundo del cómic les puedo seguir el hilo del proceso creativo y soy capaz de entender de qué manera piensan, de dónde vienen sus ocurrencias y cómo organizan la materia de sus sueños. Nómbrenme uno, el que quieran, y aunque yo no elabore las historias con los mismos ingredientes que él usa, seguramente podré encontrar el piolín del que sabe tirar para que aparezcan sus mundos, sus manías, sus recurrencias, sus descules.
Pero si el que me nombran es Varela, no, no sé. Y miren que en los últimos años se han destapado autores realmente originales cuyos resultados muchas veces nos sorprenden. Pero ninguno nació por generación espontánea, antes de su aparición había dos o tres cabezas que mezcladas de determinada manera daban, indefectiblemente, el sorprendente resultado de su originalidad.
Es como si existiera una suerte de receta de cocina: se pone un tercio de Pratt, una pizca de Goscinny, algo de Bruce Timm con gotas de Quentin Blake y listo, ahí tiene a un nuevo creador de este pequeño mundo nuestro.
Sin embargo Varela trabaja sin piolín a la vista. No hay de donde tirar para llegar a la fuente que regó la plantita de su creatividad.
Sí, es verdad, ahí están Philip K. Dick y Steven Millhauser, existen A.M Homes, Sergio Bizio y El Periférico de los Objetos. Y hubo una vez un Copi , un Blake y Mortimer y un uruguayo Conde de Lautréamont. Encima, se está produciendo a toda velocidad la saga de La Mazmorra a la que le revolotean alrededor como moscones acróbatas las breves historias de Kaput y Zösky o los minimalismos de El Gato del Rabino.
Claro, es demasiada mezcla. No puede salir algo bueno de semejante combinación de ingredientes.
Pero ahí lo tenemos a Varela.
Que incluso cuando oficia solo de dibujante, ciñéndose a historias ajenas – lo digo con conocimiento de causa - su participación modifica, transforma, enriquece y hasta pervierte lo que se estaba proponiendo en el guión.
Acá tenemos una antología de Varela, molestándonos con sus excesos de talento y de originalidad que, encima, disfraza de modestos intentos inconclusos de aproximarse a los autores que ama.
Varela crea hábito. Hace mal, sobre todo a otros autores que, cuando leemos una de sus obras integrales tenemos ganas de gritar: ¿Por què estas cosas no se me ocurren a mí?
El muñeco Paolo Pinoccio no podría haber salido de otro lado que de la cabeza de Varela. Ese final de episodio en el que Paolo, escapado del limbo católico, es exhibido por una enfermera junto a un bebé normal como si los dos fueran mellicitos recién nacidos y él se calienta con las tetas de su madre es, francamente, para figurar en una antología de grandiosas epifanías literarias. (Esto me hace acordar algo que leí en los Diarios de Cheever que, cuando terminó su maravilloso cuento El marido rural salió de su escritorio con un manojo de hojas en las manos gritando: - ¡Miren lo que encontré!)
Cada vez que leo alguna de las historias que escribe y dibuja Lucas quiero más. Más Paolo Pinoccio, más Pietro Piombo, más Dimitri el leproso bolchevique, más Donald King el rey de la hamburguesa, más El Enano Hipocondríaco.
Siga así de loco, Varela, por favor, que sus seguidores estaremos acá, firmes, esperando verlo otra vez, lo antes posible, en el quiosco de la esquina.
(prólogo a la edición argentina de Estupefacto, Domus, 2007, luego parcialmente reciclado para la edición española de Paolo Pinocchio)
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