martes, 11 de diciembre de 2012

CYBERSIX, por Carlos Trillo

En la Ilíada se describen unas muchachas artificiales, construídas con oro, que ayudaban en sus tareas al dios herrero de los griegos, llamado Hefesto. En las leyendas judías se hablaba de los golems, muñecos de arcilla que cobraban vida ante la mención del santo nombre de Dios. En 1921, el escritor checo Karel Kapec introdujo en su obra teatral R.U.R. el término “robot”, palabra que en su idioma significa esclavo.
Volviendo atrás, en 1771 el anatomista italiano Luigi Galvani experimentó con músculos extraídos de ancas de ranas y descubrió que una corriente eléctrica podía contraer esos músculos muertos como si estuvieran con vida. Empezó a investigarse entonces sobre la posibilidad de que la electricidad devolviera la vida, o la creara. En 1818 se publicó Frankenstein o el Prometeo Moderno, la historia de un científico suizo que aspiraba a crear un nuevo género de seres vivientes por el procedimiento de galvanizar (electrificar) tejidos orgánicos muertos. Todos conocemos hoy el resultado: la horripilante criatura así obtenida, abandonada a su suerte por su creador, se venga de una manera sangrienta.
Los dos términos que mayor difusión han tenido para designar a los seres humanos artificiales, han sido, por encima de todos los demás, robot y androide. El primero es el ser humano construído en metal. El segundo, el fabricado con sustancia orgánica que tiene apariencia de carne y de sangre (o lo es).
Esta historia cuenta las peripecias de un androide infeliz (como el monstruo de Frankenstein) que fue concebido siguiendo los más modernos sistemas de generación de vida en probetas. Se llama Cybersix, es una mujer muy hermosa, y su padre la está buscando para acabar con ella...

Algunos datos para terminar este libro
Esta historia salió en los diarios a lo largo de 1984, hace exactamente diez años: una pareja de chilenos millonarios se trasladó a Australia, uno de los países líderes en investigaciones vinculadas a la fertilización asistida y con una legislación amplia y permisiva. Como no podían tener hijos, varios óvulos fecundados se congelaron y se guardaron para hacer sucesivos intentos. Pero, en el transcurso de un viaje, el avión que trasladaba a Elsa y Mario Ríos (así se llamaban) se estrelló y ambos murieron. Y allí empezó el tironeo de los potenciales embriones. Los herederos querían destruirlos (tal vez, más que por razones morales, para que la herencia no cayera algún día en sus manos). Otros querían regalarlos a otra pareja. Algunos médicos creían tener derecho a utilizarlos para investigación del desarrollo embrionario. La Corte Suprema australiana, finalmente, ordenó destruirlos.
Hasta aquí, la realidad. Desde aquí, un poco de ficción: ¿los habrán destruído realmente? ¿Y si no fue así y un científico loco se reservó una de esas cositas pequeñísimas para producir vida? ¿Y si la produjo? ¿Y si ese niño tiene hoy, digamos, diez o doce años? ¿Qué ocurre sl mañana o pasado aparece en el consultorio de un psicoanalista para desentrañar su estructura psíquica? ¿Cómo estará manifestando su etapa edípica? ¿Cuáles serán sus fantasías respecto a su relación con papá y mamá?
Estamos ante la realidad de que la investigación genética produce vida artificial, combina repollo con ratas, fotocopia células para multiplicarlas, agiganta tomates, reduce cerdos y cruza especies diversas para hacer realidad lo que hasta ayer llamábamos quimera. De aquí a que sea cierto lo que cuentan estos relatos hay un paso. Un paso muy, muy corto.

Textos de introducción y cierre a la edición argentina de Cybersix: El Libro de la Bestia (Meridiana, 1994).

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