viernes, 16 de noviembre de 2012

BOLITA, por Laura Vazquez Hutnik

Casi un juego de palabras, «Trillo/Risso», «Risso/Trillo»: una dupla destinada a «llevarse bien» por prepotencia de sonoridad. Casi la misma cantidad de letras, idénticas proporción y simetría. Porque el nombre no es poco, ya se sabe, y ellos se plantaron así de entrada: como un sello o signatura. La firma quedaría bárbara en un estudio de abogados o en la marquesina de un teatro porteño. Y aún mejor en la portada de una serie de historietas. Claro que esto lo pensaron ellos antes que yo. Los evoco en un café imaginario a medio camino entre Olivos y Rosario, hacia finales de los ochenta, firmando un convenio societal: uno se compromete a dibujar como si estuviera escribiendo; el otro, a escribir con imágenes.
La situación es ficticia pero no imposible. Ahí están Fulú, Video Noir, Simón, Boy Vampiro, Borderline y, mi favorita, Chicanos. Y ahora la serie Bolita, desde las páginas de la Fierro. Trillo tiene eso también. Sabe elegir buenos nombres. No sé si sus guiones son los mejores, pero estoy casi segura de que son perfectos. Estoy pensando en el tipo de autor que tiene la capacidad de relatar su propia incomodidad. Ninguna idea cede lugar fácilmente. Y te tira así, directo y sin rodeos, la palabra a secas: Bolita. Es como si se arriesgara a coincidir con lo que aborrece. O, mejor aún, es como un lector que subraya el lenguaje.
El guionista se excede (y retrocede) y, aunque parezca lo contrario, nunca se le va la mano. Es así como puede componer, dentro de los límites de la venganza de clase (la chica por hora y la mujer de country), algo más que la historia de la bella pobre o de la mucamita que da el mal paso. Echando mano de arquetipos propios tanto de los culebrones sentimentales (del tipo Estrellita mía) como del cine «progre» y de denuncia (Cama adentro), observador sagaz de lo ordinario, vuelve a apostarle al cuento de la Cenicienta. Pero al revés. La «bolita» no viaja en carroza, sino en el 132. La piba del interior lee, coge, tiene causas, calle. Nada más lejano que la insípida blonda de cuento de hadas. Es una historia que maltrata el clisé pero que, sin él, no se sostiene. Los personajes de Trillo parecen decir que actúan de tal manera porque «todo el mundo actúa así», pero sus impulsos y acciones son aquello de lo que tienen que convencernos. Y casi siempre pueden.
Risso utiliza jerarquías de valores dentro de la superficie de cada cuadro. Representa el movimiento en el espacio con encuadres que nos permiten desarrollar distintas posibilidades narrativas. Nos invita a recorrer la página a nuestro antojo, aunque sabemos, al final, que es él quien ha decidido el ordenamiento. La libertad de ir y venir a gusto, de saltar de un cuadro a otro sin la culpa del lector aplicado, esa tentación de movernos con autonomía es pura figuración y simulacro. No se nos engaña, pero casi. Es como en esas series de finales ramificados, del tipo «Elige tu propia aventura», donde nuestras decisiones parecían relevantes y afectaban el desarrollo de la historia.
Esto es lo que pensábamos de pibes, y antes de saber algo sobre la ficción hipertextual. Las historietas de Trillo y Risso se parecen bastante en su dinámica a esas tramas multidireccionales y flexibles. Están hechas para lectores que evitan las verdades y certezas y prefieren quedarse ahí, entre el blanco y negro del dibujante, que nunca es uno sin el otro. Atrás quedan las historias con argumentos clásicos que ordenan la trama en conflicto, resolución y desenlace. Trillo sabe bien que a este lector le interesa más cómo se cuenta que lo que se cuenta. Y, así, despliega una suerte de (con)fusión entre estilo y contenido. Perfecto para Risso, anillo al dedo.
En las historietas de esta dupla no importa la parte ni el todo, porque el todo es distinto cada vez. «Vemos» movimiento donde no lo hay. Las escenas ociosas son inexistentes: allí donde el café humea y el tipo duerme en la litera transcurre el relato. Las gambas aristócratas y torneadas de la Señora y el culo redondo y fácil de Rosmery seducen desde las primeras páginas. La caca del perro, recogida con bolsita, todavía humeante: asquerosa. Un entorno que se advierte inmoral desde el comienzo.
Si hay algo inasible en este relato es la sospecha, y su tiempo es el de la conjetura. La condición opresiva de la atmósfera cede paso al movimiento neurótico de las imágenes, y al final sabemos que —todavía— no nos contaron nada. De antemano lo intuimos. Los personajes son reales y cualquier semejanza con personas imaginarias es pura casualidad. Los mellizos que duermen en la misma cama, Mengele, la mafia peruana, la «bolita» espía y culta. El trazo cinematográfico de Risso. Acomoden butacas. Estamos frente a la pantalla de la página.

Publicado originalmente en el libro Fuera de Cuadro (Agua Negra, 2012).

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